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miércoles, 4 de septiembre de 2019

Invierno, vives.

Los cuervos son aves muy inteligentes, han estado desde siempre en las historias más oscuras escritas por los seres humanos. Quizás porque tememos a que sepan lo que pensamos, a que nos juzguen por ello. Esto es lo que pensaba Rickard Roblish, un poeta de 32 años que se encontraba solitariamente sentado en una banca a las 15:36 en el centro de Artish. Llevaba siempre consigo un libro, aunque no lo leyese, era un mensaje a las personas que lo rodeaban.

El Invierno llegaba a su fin o eso creía Rickard, aunque muy en lo profundo de su ser, sabía que siempre era Invierno en su interior. Vestía un abrigo negro, pantalones ajustados y dejaba escapar rizos castaño oscuro en su cabellera. Tomó el libro, lo abrió en la página 57 y continuó la historia. El libro hablaba acerca de la triste vida de un inventor soviético que no tenía los contactos necesarios para triunfar dentro de la revolución y que poco a poco veía su vida pasar sin encontrar el camino correcto. Con cada palabra, con cada pasaje del libro, Rickard no podía dejar de ser profundamente empático con el inventor. Sabía que su vida era igual, que se encontraba en un camino que no era el que quería. La historia estaba basada en un hecho real, lo cual deprimía aún más al joven poeta, ya que a diferencia de los cuentos felices, la realidad era dura, severa y fría como doña Invierno.

A las 16:21, cerró el libro -sin antes marcar la página en la que quedó -y comenzó a caminar lentamente, como si cada paso le provocase dolor, un dolor intenso en el centro de su estómago y una vibración que solo el inventor y él podían sentir. Caminó rumbo al norte, a paso lento pero seguro, mientras el viento jugaba con sus rizos y el frío le recordaba la soledad. Comenzó a pensar en todo lo que había vivido, en las letras que escribió, en la forma en que caminaba, en un señor con perros que pedía dinero, en las noticias que había leído, en doña Invierno. Caminaba con la pena y la locura del inventor, se sentía aquel hombre que había perdido tantas oportunidades, sumido en los brazo de ella, del Invierno mismo, esclavo de una tentación constante por el cambio. Era cobarde, pensó, mientras cruzaba una calle en luz roja, impaciente por llegar a un destino que no era el que quería. El viento le robó una lágrima y su yo interno acarició suavemente el corazón de Rickard, era la única forma de continuar adelante. Se repetía constantemente una frase que había leído por ahí: "Si no puedes volar, corre. Si no puedes correr, camina. Si no puedes caminar, arrástrate pero siempre hacia adelante". Encontró valor en esa frase cliché, como un perro se regocija con las caricias de un extraño.

Finalmente llegó a su trabajo, una oficina modesta en el quinto piso de un edificio antiguo, no le gustaba pero había gente que poco a poco comenzaba a considerar importante en su proceso, en su Invierno. Eran las 16:32, momento exacto en que recordó a los cuervos. Se paralizó mientras pensaba, su rostro se tornó inexpresivo y siguió pensando. Al mismo tiempo, tomó tabaco y papel para enrolar un cigarro, el cual prendió un minuto después. Admiraba a las aves pero sabía que él no podía volar. Tampoco podía correr. Le restaba caminar con su dolor, con su abandono, con el Invierno estacado en su ser. Mientras fumaba, vio volar un par de aves cerca de él y les sonrió, sabía que podían entender lo que sentía y lo ocultó. Demostraba que cada día era más fuerte aunque cada día hacía más frío dentro de él. Cuando las aves pasaron, dejó escapar un suspiro silencioso que retumbo en su mente mientras el viento se robaba una de sus lágrimas, nuevamente. Se repitió la frase cliché de la cual se había aferrado, apagó el cigarro lanzándolo en un cenicero cerca , contempló la altura del edificio y se armó de valor para volver a su trabajo. Ya quedaba poco, eran las 17:05 y pronto volvería al lugar que ahora llamaba casa. Tampoco quería eso.

Mientras subió las escaleras, Rickard dibujó la última sonrisa del día, recordó vagamente días en que doña Invierno seguía presa del amor pero rápidamente disuadió el recuerdo para entrar a su oficina. Las horas que quedaron rió, compartió con sus colegas y contó historias alegres. Forzó a doña Invierno a no existir por otro par de horas. Se forzó a si mismo a ser feliz. Quizás lo era, tanto como el Inventor.